Por Josefina Almánzar
En el momento que escribo este artículo es miércoles 24 de febrero del 2021. En este momento hago un ejercicio mental para traspasar las fronteras del tiempo y del espacio y ubicarme en aquel febrero del 1844, justamente tres días antes del Grito de Independencia. Me ubico tres días antes de ese momento que cambio el curso de la historia dominicana por y para siempre.
Me ubico tres días antes del nacimiento de un Estado libre e independiente de toda soberanía extranjera como fue el sueño de los hombres y mujeres que lucharon por ver nacer la luz del sol en esta patria de todos y de todas.
La historia ha registrado nombres, hechos gloriosos y heroicos de esos días, sin embargo, no puede plasmar las emociones, los sentimientos que en esos momentos previos sentían nuestros trinitarios y trinitarias. Sus ansiedades, temores, miedos, sus angustias, euforias, emociones entremezcladas. Esas luchas internas, ese palpitar de corazones.
La historia dominicana ha sido parca en el registro y reconocimiento de los trabajos realizados principalmente por las mujeres de aquel febrero. Sus luchas han quedado invisibilizadas por mucho tiempo, ni hablar del ocultamiento de esos poderes que tenemos las mujeres cuando nos entregamos a una causa.
Me imagino a una María Trinidad Sánchez y una Concepción Bona tres días antes del 27 de febrero del 1844 con su bandera confeccionada, ya lista, guardada en un baúl recóndito, en un lugar secreto, con la ansiedad a flor de piel por ver flotar a los cuatro vientos esa bandera tricolor.
Me imagino a Rosa Duarte Diez, la hermana de Juan Pablo Duarte Diez, angustiada hasta el tuétano sabiendo que su hermano había sido el ideólogo y ejecutor de ese sueño de parir una patria nueva y ella igualmente entregada a esa causa patriótica escribiendo cada detalle de lo vivido en esos días previos de clandestinidad y conspiración. Escribiendo para que quedara como un testimonio fehaciente de esos días de gloria y al mismo tiempo de incertidumbre y temor.
Ni hablar de Manuela Diez Jiménez la madre de Juan Pablo, siento el palpitar de su corazón conectado con sus entrañas, sintiendo en cada fibra de su cuerpo lo que estaba a punto de parirse y sin poder hablar.
Las casas de Josefa Antonia Pérez de la Paz (Chepita) y de María Baltazar vibraban en esas energías revolucionarias, esas paredes que guardaban el secreto del refugio y de la conspiración estaban a punto de estallar en un grito de libertad.
Puedo ver los ojos de Juana Saltitopa que miraban los cañones que refrescaría días después. Esos ojos de fuego y decisión que abrirían los pasos hacia días de valentía y coraje.
Los pasos escurridizos de Ana Valverde guardando celosamente el dinero recorrido para la reconstrucción de los muros de la ciudad.
Y así veo a Micaela de Rivera y a otras tantas heroínas y protagonistas de aquel febrero olvidadas en los tiempos. Siento esa conexión que tenemos las mujeres cuando sabemos que sobre nuestros hombros reposa la construcción y transformación de los nuevos tiempos.
A esas mujeres de aquel febrero que dieron sus vidas por la libertad, que fabricaron balas, se entregaron en solidaridad humana curando los heridos de la guerra, que llevaron bajo sus largas faldas la pólvora para la batalla. A esas que salieron del acomodamiento de todas las épocas, que dijeron: Aquí estamos, al frente de la batalla y de la vida, 177 años después las honro y las bendigo.
Sus luchas de compromiso, valentía, coraje son nuestra fuente de inspiración en estos tiempos apatías e indiferencias. En cada una de ellas estamos todas, las de hoy y las que vendrán. En cada una de ellas nos reencontramos.
¡Vivan las mujeres de aquel febrero!