Han pasado más de dos milenios desde que Jesucristo vino a sembrar entre los
hombres honradez, respeto, amor por el prójimo, sensibilidad y, sobre todo,
solidaridad.
Dos mil veinticinco años después, lo que brota en los campos del corazón humano no son flores de bondad, sino espinas envenenadas: envidia, egoísmo, traición, ingratitud, intolerancia y una voracidad obscena por arrebatar lo ajeno.
El hombre moderno, con todo su progreso tecnológico, sigue siendo un bárbaro
vestido con traje de marca. La crisis de valores que nos consume no distingue ni sexo, ni raza, ni religión, ni estatus social.
Nos hemos convertido en guerreros en guerra contra nuestros propios hermanos,
como si la vida fuera un campo de batalla en el que solo sobreviven los más crueles.
Hemos normalizado la traición como astucia, el egoísmo como ambición, la
mentira como estrategia y la deshumanización como “progreso”.
El planeta hierve de violencia contenida. Las potencias juegan a la ruleta rusa con
armas nucleares, mientras pueblos enteros son reducidos a cenizas bajo bombas que jamás entenderán de inocencia o culpabilidad.
Las redes sociales, que pudieron ser puentes de unión, se han transformado
en trincheras de odio y en altares de la vanidad.
La política, que debiera ser servicio, se ha prostituido en el mercado de la corrupción. Y la familia, que alguna vez fue cuna de valores, hoy muchas veces es un ring donde se cultivan el irrespeto, la intolerancia y la ingratitud.
Nos acercamos peligrosamente al borde de un abismo moral, con un mundo que
parece caminar con los ojos vendados hacia la autodestrucción.
La humanidad, enceguecida por la codicia, empuña cuchillos contra su propio
corazón. Y lo más trágico: hemos perdido la capacidad de asombro y de dolor.
La compasión, esa chispa que nos diferenciaba de las bestias, se ha apagado
bajo las cenizas de nuestra indiferencia.
Si el hombre no reacciona, si no rompe el ciclo de odio y vicios que lo devora, no
habrá ciencia ni tecnología que lo salve. Porque no es la bomba nuclear lo que destruye al mundo: es el odio que late en el pecho del hombre que la detona.
El ser humano está en crisis. Pero aún hay tiempo para recordar que Jesucristo no vino a predicar templos de piedra, sino templos de amor.
El dilema es simple y brutal: o recuperamos los valores que nos hacen humanos, o nos hundimos, orgullosos y ensangrentados, en nuestra propia locura.
Quien suscribe es doctor en medicina y abogado de los tribunales del país